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Foto del escritorJuan Manuel Ramirez Rave

La narración en los tiempos del Covid

Juan Manuel Ramírez Rave

Universidad Tecnológica de Pereira

15 de marzo de 2020

Para Walter Benjamin el nombre de Narrador por muy familiar que nos parezca, «ya no lo tenemos presente de ningún modo como algo vivo y real» (2018:226). La radical afirmación del pensador y crítico alemán abre un emblemático ensayo, en el que se hace evidente la crisis de la experiencia de narrar, lo que no implica necesariamente la pérdida absoluta de las narraciones. Tal como lo entiendo, lo que se ha venido perdiendo es el “don” o capacidad de estar a la escucha. Es decir, la crisis se agudiza cuando, por ejemplo, la comunidad de los que narran supera con creces a los que tienen prestos sus oídos para hilar el relato que se teje. El problema es que si todos narran y Nadie escucha, el arte de seguir contando historias se pierde si ya no hay capacidad de retenerlas. Hablo, en todo caso, de la devaluada Memoria y su conflictiva relación con la información, caracterizada esta última por la circulación temporal y con una presencia evanescente.


Lo hasta aquí expuesto parece reñir con nuestra propia condición de Homo narrans ¿Por qué? porque somos en síntesis animales narradores que quieren contar cuentos y que les gusta que se los cuenten, porque estamos inscritos en una tradición cultural, en una tradición simbólica, en una gramática (Mèlich, 2012). Para Joan-Carles Mèlich, como seres finitos, nuestra vida no es simplemente pura «vida-biológica», exposición objetual, sino también «vida-narrada» (biografía), la vida humana es (en un) tiempo y (en un) espacio. Por estas y otras razones, tenemos que expresarnos narrativamente (31).


El conflicto radica en el deseo de expresarnos narrativamente y la proclive sordera del hombre contemporáneo, quizá subyugado por la voracidad informativa y la implacable vertiginosidad con que vivimos el tiempo. A esto debemos sumar la crisis del lenguaje, parafraseando a Susan Sontag, nos hacen falta palabras para expresarnos, pero paradójicamente también las tenemos en exceso. El resultado, el narrador muere entre una Tribu enmudecida y una Tribu ensordecida. No logro estar de acuerdo del todo con ello y más aún, considero que por estos días de caos mundial se abre un espacio “ideal” para que las palabras logren penetrar en lo más profundo de la experiencia de lo humano siempre condicionada por acciones susceptibles de ser narradas.


Con el avance de la epidemia, como era de esperarse, se ha extendido un ambiente de incertidumbre que nos recuerda la fragilidad de los seres humanos. Por ejemplo, la cuarentena en algunos lugares de Europa, cada vez más latente en Sudamérica, ha desvelado la necesidad de repensar el modelo de un hombre contemporáneo estrictamente determinado por la velocidad, la superficialidad y el agotamiento. En consecuencia, el Covid-19 está obligando a la humanidad, sino a detenerse, a bajar las revoluciones frenéticas que impiden sentir el paso de la vida humana a partir de la «tensión irreparable, irresoluble, entre la contingencia y la novedad» (Mèlich: 2012:31).


Producto de una reflexión que se extiende más allá de nuestras fronteras nacionales, entre un círculo cercano de amigos, se ha recordado una historia que transcurre en medio de una epidemia que diezmó a la población de Florencia en el año 1348, me refiero a el Decamerón, de Bocaccio. El argumento es bien conocido: un grupo conformado por siete mujeres y tres hombres pasan su tiempo de aislamiento en una casa de campo entre narraciones. En tanto en el exterior avanza la peste bubónica, en el interior, por turnos, los personajes se entretienen contando historias de carácter festivo y erótico.


No cabe duda de que en el Decamerón el efecto de la narración suspende momentáneamente el temor que produce la epidemia. Es un antídoto —me atrevo a decir— contra la adversidad que se cierne sobre los hombres, recordándoles de paso su condición finita y contingente; pero también otorga la posibilidad de contar la historia narrada que dice el quién de la acción (Bárcena y Mèlich, 2014:101). Bocaccio nos enseña que todo encuentro debe partir de la escucha, es decir, del reconocimiento de la voz del otro que se teje con la voz propia. Por tanto, primero, debo escuchar para ejercer el pensamiento. Luego, escuchar para intentar romper el lenguaje y así abrirlo a nuevos significados.


Se ha abierto una puerta que no debemos cerrar de golpe con el sopor de la rutina del Netflix, las redes sociales, los juegos de vídeo o el simple ocio. Todo lo contrario, debemos acercarnos a la experiencia narrativa. Me imagino que podemos recuperar, incluso, aquello que muchos no han tenido, me refiero a aquella palabra narrada que bien tejida puede —incluso— suspender la angustia que produce la presencia de una epidemia que, siendo mortal, puede pasar a la historia, no por la cantidad de muertes provocadas, sino por los efectos secundarios en la economía global, en la demostrada fragilidad de la fronteras (siempre impuestas por los propios hombres), en los precarios sistemas de salud, en lo voraz del ser humano que piensa sólo en su beneficio y supervivencia ante una crisis; pero sobre todo, en el llamado a detenernos en la época más veloz y superficial en la historia de la humanidad.


Ojalá surja el deseo de expresarnos narrativamente en un país en el que no nos escuchamos desde hace mucho tiempo. Creo, en este sentido, que el Acuerdo de paz y eso que con ilusión mal llamamos posconflicto, nos recordó lo incapaces que aún somos cuando se trata de abrirnos al otro, a lo otro. Reunámonos en las salas, en los patios, aprovechemos las maravillosos puestas de sol que por estos días tenemos para escuchar las vidas narradas, las vidas-con-sentido, los relatos simbólicos, las experiencias, la existencia, la salida de sí mismo hacia lo otro, hacia el otro (Mèlich, 2012:31). El tiempo de la escucha y el silencio ha llegado. No perdamos la posibilidad de acercarnos a aquellas narrativas que, paradójicamente, duermen al lado, en nuestra cama, comparten nuestro jabón, la cuchara, pero no obstante jamás les otorgamos reconocimiento. Al hacerlo, recuperamos al narrador que estará presente, ahora sí, entre nosotros, como algo vivo y “real”.


Ya me he extendido demasiado, pero falta algo más. El pánico del virus, también es cierto, ha anestesiado un país que viene fatigado con los Ñeñes, las ejecuciones extrajudiciales, los crímenes de líderes sociales, la corrupción imperante, la indolencia del estado, las masacres, las desigualdades, el conflicto interno, la lista parece inagotable y que todos estos asuntos quedan suspendidos (sinónimo del olvido). Me ilusiona creer que por estos días debe suceder todo lo contrario, que producto de hablar, debatir y narrar, debe surgir de toda esta gramática heredada, llamada Colombia, un relato que fracture la normalización imperante con el consecuente resurgir del arte de seguir contando historias que perduren en la memoria colectiva. Aspiro que no se repita el relato de las hijas del rey Minias, las tres doncellas que por preferir el goce de la narración y el encuentro con la palabra se olvidaron de acudir a rendir culto al dios Baco. El castigo fue tenaz y desproporcionado por parte del iracundo dios, si consideramos la falta. La condena: tras ser convertirlas en murciélagos fueron condenadas a vivir en completo silencio y en una perpetua oscuridad (Ovidio, 1997).



Bibliografía


Bàrcena, F. y Mèlich, J-C. (2014). La educación como acontecimiento ético. Natalidad, narración y hospitalidad. Buenos Aires: Miño y Dávila Editores.

Benjamin, W. (2018). «El narrador». En: Iluminaciones. Bogotá: Taurus.

Giovanni, B. (2007). Decamerón. Madrid: Ediciones Cátedra.

Mèlich, J-C. (2012). Filosofía de la finitud. Barcelona: Herder.

Ovidio. (1997). Metamorfosis. Barcelona: Círculo de lectores.

Sontag, S. (1985). «La estética del silencio». En: Estilos radicales: ensayos. Trad. Eduardo Goliogorsky. Barcelona: Muchnik Editores.





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